El primer lunes de Julio del corriente año, se emitirá en el programa El Fantasma de Canal (á) una entrevista realizada por Augusto Munaro -entrevistador y columnista de Megafón- a el escritor Leopoldo Brizuela.
A continuación, un cuento de Agusto Munaro.
Los FalsariosEn las afueras del Imperio, a orillas del río Blanco vivía Fazio, el herrero. De aspecto ligeramente señorial, podría habérselo considerado un atleta de no ser por su leve joroba, la que disimulaba con presteza. Un defecto físico que no le privó jamás desarrollar sus quehaceres con cierto tesón. Ese invierno, luego de padecer los enconados enfrentamientos contra los pueblos del Norte; Fazio se perdió en esas apartadas regiones queriendo alejarse del recuerdo de la batalla donde había muerto su hermano. Desde entonces, construyó con sus propios brazos, aunque sin ufanarse de ello, un modesto taller de piedra, en el cual transcurría la mayor parte de las horas. El pasado ya no le atañía. Fazio llevaba una vida de recoleto. Permanecía ante su fragua desde el rayar del alba hasta la caída del sol, fabricando numerosas artesanías de hierro. Su fama era justa, puesto que comprendía las leyes de los metales y los combinaba para perfeccionar cada pieza con admirable destreza. Sus fastuosos herrajes hablaban por sí solos. Resultaba difícil imaginar algo que él no pudiese confeccionar. Bastaba golpear sobre el macizo yunque para que al cabo de unos acertados malabares, lograse transformar lo que la imaginación le exigía. Así se ganaba la vida produciendo todo tipo de utensilios. Dado que el dinero escaseaba, los aldeanos acostumbraban entregarle parte de sus cosechas como forma de paga. Se trataba, en el mayor de los casos, de sacos de legumbres, cereales y trigo amarillo. Había quienes, inclusive, le ofrecían ánforas de miel y harina de lino. Si bien Fazio, agradecido, almacenaba la mercadería; advirtió que jamás acabaría de consumir todo ese alimento, por lo que el trueque pronto lo apesadumbró. Quería hallar otro oficio que le brindase mayores riquezas. Anhelaba, si la oportunidad lo favorecía, emigrar a la urbe, allí donde podría instalarse como fabricante de géneros. De no haber sido por su primo, Fazio jamás hubiese descubierto su aptitud para la alteración de hierros y metales. Una mañana, Burnello, quien sólo lo visitaba durante la temporada estival, época de casería en el valle; se le anticipó por varias semanas a las festividades. En su noche de arribo, al concluir una apacible sobremesa, Burnello no tardó en percatarse sobre las habilidades de su primo, y queriendo sacar provecho, le anunció su propósito de convertirlo en su socio para la acuñación fraudulenta de monedas. Fazio, muy cauto, propuso responderle a primera hora de la mañana. Durante la madrugada, dubitativo y preso de insomnio, el joven artesano vagó bordeando los matorrales de la aldea, donde el dulce aroma de claveles y violetas le evocaron a Juliana. Se extendió con sus pieles de ciervo sobre el pasto oloroso y con su mirada puesta en el cielo traslúcido, consultó los astros. Tan pronto supo que estaba amparado por los dioses, reanudó su camino por la campiña. Ya de vuelta y antes del plazo acordado, despertó a su primo para comunicarle la nueva. La única condición que le demandaba el herrero antes de incursionar como falsificador, era la de ensayar con antelación al menos tres métodos de amonedación, escogiendo naturalmente la técnica más útil a sus fines. Las jornadas siguientes transcurrieron fundiendo cuantiosas piezas de cobre y plomo. Cargaron varias carretas de retales, recortes amorfos que apilaban a un lado del huerto, debajo de los nogales. Burnello, con sus manos callosas, se encargaba de los moldes de arcilla y piedra; Fazio, por su fuerza y experiencia, se abocaba sólo a la acuñación y el burilado. Tarea que no resultó fácil. Puesto que aún se desconocía la templabilidad de ciertas aleaciones, durante los primeros ensayos se reviraron las herramientas, echándose a perder diversos instrumentos. Para impedir mayores perdidas, debido a las altas temperaturas, se amplió con una doble columna de ladrillos el horno a leña, y se reforzó la base de la bigornia adhiriendo dos planchas simétricas de acero. Los rodillos y prensas, por otra parte, se reajustaron para conceder mayor precisión en su uso. También se renovaron matrices con el fin de recrear efectos minúsculos en el reverso y anverso de cada moneda. El mayor reto consistió en imitar el busto coronado del rey, respetando el ligero desgaste de acuñación en el extremo superior del cuartelado. Se sucedieron cincuenta días de penosas experimentaciones. El primer saco de ducados que se llenó, no obstante, resultó defectuoso. Generalmente, las imperfecciones presentaban fallas en el relieve. Aunque se consiguió el peso auténtico a la original, las superficies permanecían granulientas. También se pudo identificar la presencia de pequeños orificios ocasionados por las burbujas de aire. Hubo otras que debieron descartarse al tener doble contorno. Pronto, la técnica se había dominado por completo. Las asperezas en el estampado se redujeron al mínimo tolerable y la nitidez en las aristas y contornos terminaron por coincidir exactamente con las monedas en vigencia. La tarde en que concluyeron, se bebió vino espumante, y comieron frutas secas. Satisfechos, dedujeron que aquella era la primera vez que yacían fuera del taller, al aire libre, bajo el anaranjado crepúsculo. El viento levantó una hojarasca hacia los derruidos cántaros de ancha boca. Entonces se advirtió, tal vez por los efectos del ligero paisaje bucólico o el lejano trinar de pájaros proveniente de los montes; que la vida era cosa muy dulce. Con la ilusión de amasar una fortuna mayor que la del soberbio gran rey, depositaron los ocho sacos en el anca de sus caballos, distribuyendo equitativamente el peso en ambos animales. La noche cubría ya densa las montañas cuando partieron presurosos. Lo último que visitó Fazio en aquellos dominios, fue la tumba donde dormía su hermano de sangre; ubicada a varios pies de una estrecha gruta. De rodillas y en silencio, oró ante el sepulcro cubierto por malezas silvestres. Sobre la lápida de un blanco trémulo, había brotado un lirio. Al arrancarlo, éste se transformó en una ninfa con cabellos del color del mar, quien les indicó el atajo que debían continuar para así ganar camino hacia el Este. Esto aconteció dos días antes de desatarse la pandemia que asoló el reino. Tiempo después, en la era de Lúpulo, aquel escondrijo coronado por vetustos helechos recibió un nombre oscuro, donde más de un caminante habituó saciar su sed en las mansas aguas de la rivera.