lunes, 25 de agosto de 2008

Autores Memorables - Evangelios Apócrifos - El Evangelio de Nicodemo. En Megafón Nro.3




Evangelios Apócrifos.
El Evangelio de Nicodemo.

Capítulo XXIDiscusión entre Satanás y la Furia en los infiernos

1. Y, mientras todos los padres antiguos se regocijaban, he aquí que Satanás, príncipe y jefe de la muerte, dijo a la Furia: prepárate a recibir a Jesús, que se vanagloria de ser el Cristo y el Hijo de Dios, y que es un hombre temerosísimo de la muerte, puesto que yo mismo lo he oído decir: Mi alma está triste hasta la muerte. Y entonces comprendí que tenía miedo de la cruz.
2. Y añadió: Hermano, aprestémonos, tanto tú como yo, para el mal día. Fortifiquemos este lugar, para poder retener aquí prisionero al llamado Jesús que, al decir de Juan y de los profetas, debe venir a expulsarnos de aquí. Porque ese hombre me ha causado muchos males en la tierra, oponiéndose a mí en muchas cosas, y despojándome de multitud de recursos. A los que yo había matado, él les devolvió la vida. Aquellos a quienes yo había desarticulado los miembros, él los enderezó por su sola palabra, y les ordenó que llevasen su lecho sobre los hombros. Hubo otros que yo había visto ciegos y privados de la luz, y por cuya cuenta me regocijaba, al verlos quebrarse la cabeza contra los muros, y arrojarse al agua, y caer, al tropezar en los atascaderos, y he aquí que este hombre, venido de no sé dónde, y, haciendo todo lo contrario de lo que yo hacía, les devolvía la vista por sus palabras. Ordenó a un ciego de nacimiento que lavase sus ojos con agua y con barro en la fuente de Siloé, y aquel ciego recobró la vista. Y, no sabiendo a qué otro lugar retirarme, tomé conmigo a mis servidores, y me alejé de Jesús. Y, habiendo encontrado a un joven, entré en él, y moré en su cuerpo. Ignoro cómo Jesús lo supo, pero es lo cierto que llegó adonde yo estaba, y me intimó la orden de salir. Y, habiendo salido, y no sabiendo dónde entrar, le pedí permiso para meterme en unos puercos, lo que hice, y los estrangulé.
3. Y la Furia, respondiendo a Satanás, dijo: ¿Quién es ese príncipe tan poderoso y que, sin embargo, teme la muerte? Porque todos los poderosos de la tierra quedan sujetos a mi poder desde el momento en que tú me los traes sometidos por el tuyo. Si, pues, tú eres tan poderoso, ¿quién es ese Jesús que, temiendo la muerte, se opone a ti? Si hasta tal punto es poderoso en su humanidad, en verdad te digo que es todopoderoso en su divinidad, y que nadie podrá resistir a su poder. Y, cuando dijo que temía la muerte, quiso engañarte, y constituirá tu desgracia en los siglos eternos.
4. Pero Satanás, el príncipe de la muerte, respondió y dijo: ¿Por qué vacilas en aprisionar a ese Jesús, adversario de ti tanto como de mí? Porque yo lo he tentado, y he excitado contra él a mi antiguo pueblo judío, excitando el odio y la cólera de éste. Y he aguzado la lanza de la persecución. Y he hecho preparar madera para crucificarlo, y clavos para atravesar sus manos y sus pies. Y le he dado a beber hiel mezclada con vinagre. Y su muerte está próxima, y te lo traeré sujeto a ti y a mi.
5. Y la Furia respondió, y dijo: Me has informado de que él es quien me ha arrancado los muertos. Muchos están aquí, que retengo, y, sin embargo, mientras vivían sobre la tierra, muchos me han arrebatado muertos, no por su propio poder, sino por las plegarias que dirigieron a su Dios todopoderoso, que fue quien verdaderamente me los llevó. ¿Quién es, pues, ese Jesús, que por su palabra, me ha arrancado muertos? ¿Es quizá el que ha vuelto a la vida, por su palabra imperiosa, a Lázaro, fallecido hacía cuatro días, lleno de podredumbre y en disolución, y a quien yo retenía como difunto?
6. Y Satanás, el príncipe de la muerte, respondió y dijo: Ese mismo Jesús es.
7. Y, al oírlo, la Furia repuso: Yo te conjuro, por tu poder y por el mío, que no lo traigas hacia mí. Porque, cuando me enteré de la fuerza de su palabra, temblé, me espanté y, al mismo tiempo, todos mis ministros impíos quedaron tan turbados como yo. No pudimos retener a Lázaro, el cual, con toda la agilidad y con toda la velocidad del águila, salió de entre nosotros, y esta misma tierra que retenía su cuerpo privado de vida se la devolvió. Por donde ahora sé que ese hombre, que ha podido cumplir cosas tales, es el Dios fuerte en su imperio, y poderoso en la humanidad, y Salvador de ésta, y, si le traes hacia mí, libertará a todos los que aquí retengo en el rigor de la prisión, y encadenados por los lazos no rotos de sus pecados y, por virtud de su divinidad, los conducirá a la vida que debe durar tanto como la eternidad.

Capítulo XXII Entrada triunfal de Jesús en los infiernos

1. Y, mientras Satanás y la Furia así hablaban, se oyó una voz como un trueno, que decía: Abrid vuestras puertas, vosotros, príncipes. Abríos, puertas eternas, que el Rey de la Gloria quiere entrar.
2. Y la Furia, oyendo la voz, dijo a Satanás: Anda, sal, y pelea contra él. Y Satanás salió.
3. Entonces la Furia dijo a sus demonios: Cerrad las grandes puertas de bronce, cerrad los grandes cerrojos de hierro, cerrad con llave las grandes cerraduras, y poneos todos de centinela, porque, si este hombre entra, estamos todos perdidos.
4. Y, oyendo estas grandes voces, los santos antiguos exclamaron: Devoradora e insaciable Furia, abre al Rey de la Gloria, al hijo de David, al profetizado por Moisés y por Isaías.
5. Y otra vez se oyó la voz de trueno que decía: Abrid vuestras puertas eternas, que el Rey de la Gloria quiere entrar.
6. Y la Furia gritó, rabiosa: ¿Quién es el Rey de la Gloria? Y los ángeles de Dios contestaron: El Señor poderoso y vencedor.
7. Y, en el acto, las grandes puertas de bronce volaron en mil pedazos, y los que la muerte había tenido encadenados se levantaron.
8. Y el Rey de la Gloria entró en figura de hombre, y todas las cuevas de la Furia quedaron iluminadas.
9. Y rompió los lazos, que hasta entonces no habían sido quebrantados, y el socorro de una virtud invencible nos visitó, a nosotros, que estábamos sentados en las profundidades de las tinieblas de nuestras faltas y en la sombra de la muerte de nuestros pecados.

Capítulo XXIII Espanto de las potestades infernalesante la presencia de Jesús

1. Al ver aquello, los dos príncipes de la muerte y del infierno, sus impíos oficiales y sus crueles ministros quedaron sobrecogidos de espanto en sus propios reinos, cual si no pudiesen resistir la deslumbradora claridad de tan viva luz, y la presencia del Cristo, establecido de súbito en sus moradas.
2. Y exclamaron con rabia impotente: Nos has vencido. ¿Quién eres tú, a quien el Señor envía para nuestra confusión? ¿Quién eres tú, tan pequeño y tan grande, tan humilde y tan elevado, soldado y general, combatiente admirable bajo la forma de un esclavo, Rey de la Gloria muerto en una cruz y vivo, puesto que desde tu sepulcro has descendido hasta nosotros? ¿Quién eres tú, en cuya muerte ha temblado toda criatura, y han sido conmovidos todos los astros, y que ahora permaneces libre entre los muertos, y turbas a nuestras legiones? ¿Quién eres tú, que redimes a los cautivos, y que inundas de luz brillante a los que están ciegos por las tinieblas de sus pecados?
3. Y todas las legiones de los demonios, sobrecogidos por igual terror, gritaban en el mismo tono, con sumisión temerosa y con voz unánime, diciendo: ¿De dónde eres, Jesús, hombre tan potente, tan luminoso, de majestad tan alta, libre de tacha y puro de crimen? Porque este mundo terrestre que hasta el día nos ha estado siempre sometido, y que nos pagaba tributos por nuestros usos abominables, jamás nos ha enviado un muerto tal como tú, ni destinado semejantes presentes a los infiernos. ¿Quién, pues, eres tú, que has franqueado sin temor las fronteras de nuestros dominios, y que no solamente no temes nuestros suplicios infernales, sino que pretendes librar a los que retenemos en nuestras cadenas? Quizá eres ese Jesús, de quien Satanás, nuestro príncipe, decía que, por su suplicio en la cruz, recibiría un poder sin límites sobre el mundo entero.
4. Entonces el Rey de la Gloria, aplastando en su majestad a la muerte bajo sus pies, y tomando a nuestro primer padre, privó a la Furia de todo su poder y atrajo a Adán a la claridad de su luz.

Capítulo XXIV Imprecaciones acusadoras de la Furia contra Satanás

1. Y la Furia, bramando, aullando y abrumando a Satanás con violentos reproches, le dijo: Belzebú, príncipe de condenación, jefe de destrucción, irrisión de los ángeles de Dios, ¿qué has querido hacer? ¿Has querido crucificar al Rey de la Gloria, sobre cuya ruina y sobre cuya muerte nos habías prometido tan grandes despojos? ¿Ignoras cuán locamente has obrado? Porque he aquí que este Jesús disipa, por el resplandor de su divinidad, todas las tinieblas de la muerte. Ha atravesado las profundidades de las más sólidas prisiones, libertando a los cautivos, y rompiendo los hierros de los encadenados. Y he aquí que todos los que gemían bajo nuestros tormentos nos insultan, y nos acribillan con sus imprecaciones. Nuestros imperios y nuestros reinos han quedado vencidos, y no sólo no inspiramos ya terror a la raza humana, sino que, al contrario, nos amenazan y nos injurian aquellos que, muertos, jamás habían podido mostrar soberbia ante nosotros, ni jamás habían podido experimentar un momento de alegría durante su cautividad. Príncipe de todos los males y padre de los rebeldes e impíos, ¿qué has querido hacer? Los que, desde el comienzo del mundo hasta el presente, habían desesperado de su vida y de su salvación no dejan oír ya sus gemidos. No resuena ninguna de sus quejas clamorosas, ni se advierte el menor vestigio de lágrimas sobre la faz de ninguno de ellos. Rey inmundo, poseedor de las llaves de los infiernos, has perdido por la cruz las riquezas que habías adquirido por la prevaricación y por la pérdida del Paraíso. Toda tu dicha se ha disipado y, al poner en la cruz a ese Cristo, Jesús, Rey de la Gloria, has obrado contra ti y contra mí. Sabe para en adelante cuántos tormentos eternos y cuántos suplicios infinitos te están reservados bajo mi guarda, que no conoce término. Luzbel, monarca de todos los perversos, autor de la muerte y fuente del orgullo, antes que nada hubieras debido buscar un reproche justiciero que dirigir a Jesús. Y, si no encontrabas en él falta alguna, ¿por qué, sin razón, has osado crucificarlo injustamente, y traer a nuestra región al inocente y al justo, tú, que has perdido a los malos, a los impíos y a los injustos del mundo entero?
2. Y, cuando la Furia acabó de hablar así a Satanás, el Rey de la Gloria dijo a la primera: El príncipe Satanás quedará bajo tu potestad por los siglos de los siglos, en lugar de Adán y de sus hijos, que me son justos.

Las Conversaciones en la Lectura, Por Maximiliano Da Ponte Cavaco, en Megafón Nro.3




“Yo diría que lo más importante de un autor es su entonación, lo más importante de un libro es la voz del autor, esa voz que llega a nosotros” Jorge Luis Borges, en Borges Oral.

En un pasaje de sus Confesiones, San Agustín menciona el asombro que le causó haber visto por primera vez a un hombre leyendo en silencio. “Cuando leía sus ojos recorrían las páginas y su corazón entendía su mensaje, pero su voz y su lengua quedaban quietas.” Este fragmento es el primer registro claro de un caso de lectura de este tipo en Occidente. Aquél hombre, San Ambrosio, mantenía una actitud enteramente ajena a la época, puesto que se creía que las palabras estaban destinadas a ser pronunciadas, llevando los signos implícitos sus propios sonidos. De esa manera las palabras escritas, las scripta, consideradas como muertas en sí, tomaban vida y se convertían en verba.
Agustín, como los eruditos de entonces, consideraba que esos sonidos propiciaban una conversación con los ausentes; la lectura correspondía al despertar de una voz del pasado que se actualizaba en el momento en que alguien pronunciaba lo escrito.
En el siglo VIII, San Isidoro de Sevilla, que compartía la idea de Agustín de que la lectura hacía posible la conversación a través del tiempo, distinguía que ese poder de transmisión, las letras seguían ejerciéndolo aún en la lectura silenciosa.
Francesco Petrarca no pudo evitar, después de haber leído las Confesiones de San Agustín y sentir que su voz le hablaba íntimamente, componer tres diálogos imaginarios con él, que formarían parte de su obra póstuma Secretum Meum.
La aparición de antecedentes como estos simplifica la tarea de comentar -y profesar- la tesis platónica (que no debería ruborizarse ante el peligro de sonar extravagante) de que la lectura es hoy, por lo menos para algunas personas, un diálogo íntimo con un autor.
Aquel diálogo que imaginó Petrarca, podría tomarse como una hermosa matriz del pasado que ideó infinitas conversaciones entre lectores y autores. Esa forma de diálogo se presenta en los lectores, de manera imaginaria, en los momentos en que se siente cercanía con cierta obra, cierto personaje o autor.
Lejos debería quedar entonces la trivialidad de pensar al hábito de la lectura como una elemental actividad de interpretación de signos en soledad. Tal enigmatica empresa se hace con la compañía del autor. Esto nace en gran parte de la complementariedad necesaria en toda obra literaria: el lector recibiendo la obra y recreándola, construyendo sus propias imágenes; hecho que alimenta a la imaginación como ningún otro en la basta esfera del arte. Se puede pensar que los autores siguen hablando con los lectores, y lo hacen ahora de manera más íntima, más cercana. Las infinitas posibilidades lúdicas de la lectura deberían permitirle poder adaptarse a cualquier metáfora que pretenda describirla.
El hecho artístico debe reconocerse como una relación entre dos personas, dos mentes, parecidas. Parecidas, al menos, en el hecho de cierto amor, cierta pasión que los une. Por eso el sentimiento de alegría al sentir que ese autor es reconocido a la vez por otras personas. Por eso el pesar cuando alguien con malas intenciones ubica a un autor amigo en un lugar donde él no querría estar, hecho que se sabe con certeza simplemente por conocer verdaderamente a ese autor. Al disfrutar de una obra, se recibe el afecto del autor, que proviene del mismo pedido de cariño que toda obra reclama.
El encuentro imaginario entre estos dos seres complementarios reconoce pocas limitaciones: Casi todo espacio es favorable (una cama, un tren, un banco de la facultad, un asiento del trabajo); casi todo momento también (bastará, en todo caso, con desviar un poco la atención del tedio que producen ciertas circunstancias incómodas, ciertos diálogos insignificantes, para hablar sin más con quienes se quiere). Cualquier edad posterior al aprendizaje de la lectura es propicia, por lo menos puede asegurarse la enternecedora imagen que resulta de suponerse siendo viejo y reconociendo una figura imaginaria con la que se ha conversado por años.
Recuerdo de manera vaga a un autor que, para poder explicar que todo lector apasionado no debería separarse nunca de sus volúmenes, usaba como referencia a un ministro persa que cuando emprendía un viaje, ordenaba adiestrar sus camellos para poder llevar su biblioteca en orden alfabético. Esta sofisticación, anacrónica, sirve para metaforizar de manera eficaz la relación del lector apasionado con sus libros. El lector lleva su biblioteca imaginaria en la memoria y acude a darle vida a ciertos versos, siempre que una situación lo merezca. Sólo por esta razón puede llegar a justificarse la crueldad propia de quienes obligan a memorizar textos; pobres incautos que no entenderán nunca la sentencia montaigneana de que “lectura obligatoria” es un concepto paradójico. De esta manera, la persistente (pero siempre liviana) carga imaginaria se puede hacer presente cuando sea necesario.
“A coward dies a thousand deaths, a brave man dies but once”. He anticipado la muerte de este escrito innumerable cantidad de veces… ahora entiendo que él pretende, sin embargo, conquistar la segunda parte de aquel verso.
Pocas cosas deberían considerarse más importantes en el mundo de la literatura que el poder sentir a un autor lejano, en el tiempo y en el espacio, como cercano. Personalmente, me siento feliz al sentir que leyendo puedo habitar lugares y épocas remotas. ¿Se les ocurrirá a las personas del futuro en que el libro funcionó, alguna vez, como una máquina del tiempo no del todo lograda?
Razones conocidas por todos, otras íntimas, personales, me permiten acceder a la fuerte sospecha de que puede surgir en el pensamiento de muchas personas la palabra “amigo” a la hora de evocar a un autor. Borges se divertía mucho a la hora de clasificar a cierto escritor como más amigo que otro. Cualquier persona, tomando esta actitud, se puede encontrar con que tal amigo invita a otro a ser conocido. Hasta puede generarse el hermoso juego de pensar a otros como enemigos, actitud que, por supuesto, no debe asustar a nadie.
El destino de estas líneas podría ser pretender consolar al amigo Holden Caulfield, quien se lamentaba al no poder hablar personalmente con los autores que más quería; podría ser (considero esta opción como más legítima) el intentar conversar con alguien en frente de esta hoja, que sienta algo parecido.

Autores Memorables - William Blake, en Megafón nro.2


Selección de El matrimonio del cielo y el infierno



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VISIÓN MEMORABLE
Un ángel vino a mí y dijo: "¡Oh, joven necio,
digno de lástima! ¡Horrible, espantable estado el
tuyo! Piensa en el calabozo abrasador que te
preparas por toda la eternidad y a donde te lleva el
camino que sigues.”
Yo dije:. "Tal vez podrías mostrarme mi lugar
eterno. Juntos lo contemplaremos hasta ver qué sitio
es más deseable: el tuyo o el mío.
Entonces me llevó a través de un retablo, a
través de una iglesia y, después, hacia abajo, a la
cripta de la iglesia en cuyo extremo había un molino.
Entramos en el molino y llegamos a una caverna. A
tientas seguimos nuestro tedioso trayecto, bajo la
tempestuosa caverna hasta llegar a un espacio vacío
que apareció sobre nosotros como un cielo;
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agarrándonos las raíces de los árboles logramos
colgarnos dominando esta inmensidad.
Entonces dije: "Si quieres, nos abandonaremos a
este vacío para ver si también en él está la
Providencia. Si tú no quieres, yo sí quiero.”
Mas él respondió: "Joven presuntuoso, ¿no te
basta contemplar tu lugar estando aquí? Cuando
cese la oscuridad, aparecerá.”
Permanecí entonces, cerca del Ángel, sentado en
los enlaces de las raíces de un roble, y el Ángel
quedó suspendido en un Bongo que colgaba su
cabeza sobre el abismo.
Poco a poco, la profundidad infinita tornóse
distinta, rojiza como el humo de una ciudad
incendiada. Sobre nosotros, a una distancia inmensa,
el sol negro y brillante. En torno al sol huellas de
fuego; y sobre las huellas caminaban arañas
enormes, arrastrándose hacia sus víctimas que
volaban o, más bien, nadaban en la profundidad
infinita, en forma de animales horribles, salidos de la
corrupción; y el espacio estaba lleno y parecía por
ellos orinado. Son los demonios, llamados Potencias
del aire.
Pregunté a mi compañero cuál era mi lugar
eterno. Y dijo: "Entre las negras y blancas.”
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Pero en ese momento, entre las arañas negras y
blancas una nube de fuego estalló rodando a través
del abismo, ennegreciendo todo lo que encontraba
bajo ella al punto que el abismo inferior quedó
negro como un mar y se estremeció con un ruido
espantoso.
Nada se podía ver debajo de nosotros, sino una
negra tempestad hasta que, mirando hacia el
Oriente, entre las nubes y las olas, vimos una
cascada en medio de sangre y fuego y, distante de
nosotros sólo unos tiros de piedra, apareció
nuevamente el repliegue escamoso de una serpiente
monstruosa. Por último, hacia el Oriente, cerca de
tres grados distante, apareció, sobre las olas, una
cresta inflamada; se elevó lentamente como una
cima rocosa, y vimos dos globos de fuego carmesí, y
el mar se escapaba de ellos en nubes de humo.
Comprendimos que aquello era la cabeza de
Leviathan: la frente surcada de estrías de color verde
y púrpura como las de la frente del tigre; de pronto,
vimos sus fauces, y sus branquias rojas colgaban
sobre la espuma enfurecida tiñendo el negro abismo
con rayos de sangre, avanzando hacia nosotros con
la fuerza de una existencia espiritual.
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El Ángel mi amigo escaló su sitio en el molino.
Quedó solo. La aparición dejó de serlo. Y me
encontré sentado en una deliciosa terraza, al borde
de un río, al claro de luna, oyendo cantar a un arpista
que se acompañaba con su instrumento. Y el tema
de su canción era: "El hombre que no cambia de
opinión es como el agua estancada: engendra los
reptiles del espíritu.”
En seguida, me puse en pie y partí en busca del
molino donde encontré a mi Ángel que,
sorprendido, me preguntó cómo había logrado
escapar.
Respondí: "Todo lo que vimos juntos procedía
de tu metafísica; después de tu fuga, me hallé en una
terraza oyendo a un arpista, al claro de luna. Mas
ahora que hemos visto mi lugar eterno, ¿puedo
enseñarte el tuyo?”
Mi proposición le hizo reír; mas yo, de pronto, le
estreché en mis brazos y volé a través de la noche de
Occidente y, así, nos elevamos sobre la sombra de la
tierra; con él, me lancé derecho al cuerpo del sol, allí
me vestí de blanco y, tomando los libros de
Swedenborg, abandoné esta región gloriosa y,
dejando atrás los demás planetas, llegamos a
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Saturno. Allí me detuve a fin de reposar. En seguida,
me lancé al vacío, entre Saturno y las estrellas fijas.
Le dije: "He aquí tu lugar en este espacio, si así
puede llamarse.”
Súbitamente, vimos el establo y la iglesia y lo
llevé al altar y abrí la Biblia, y he aquí mi pozo
profundo al que descendía llevando al Ángel delante
de mí. De pronto, vimos siete casas de ladrillo y
entramos en una. Había en ella un gran número de
monos, cinocéfalos, y todos los de su especie
encadenados por la mitad de sus cuerpos
gesticulando y mordiéndose los unos a los otros,
más impedidos por lo corto de sus cadenas. Sin
embargo, me pareció que algunas veces su número
aumentaba, y que los fuertes devoraban a los débiles
y que, gesticulando siempre, primero copulaban con
ellos para devorarlos después, arrancando un
miembro primero y después otro, hasta que no
quedaba sino un miserable tronco que besaban
haciendo muecas de ternura para devorarlo al fin. Y
aquí y allá, vi a algunos saboreando la carne de su
propia cola. El mal olor nos incomodaba
horriblemente.
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Entramos al molino. Mi mano atrajo el esqueleto
de un cuerpo que fue, en el molino, los Analíticos de
Aristóteles.
El Ángel me dijo: "Tu fantasía se ha impuesto a
mí; esto, debería ruborizarte.”
Respondí: "Cada uno impone al otro su fantasía,
y es tiempo perdido conversar contigo que no has
producido sino Analíticos.”
Siempre me ha parecido que los Ángeles tienen
la vanidad de hablar de sí mismos como si sólo ellos
fueran sabios; lo hacen con una confianza insolente
que nace del razonamiento sistemático.
Así Swedenborg se envanece de que cuanto
escribe es nuevo, aunque sólo es un índice o un
catálogo de libros publicados antes.
Un hombre lleva un mono a una fiesta y porque
era un poco más sabio que el mono se infló de
vanidad y se consideró mas sabio que siete hombres.
Así es el caso de Swedenborg que muestra la
locura de las iglesias y quita la máscara a los
hipócritas e imagina que todos los hombres son
religiosos y que él es el único hombre en la tierra que
rompió las mallas de la red.
Ahora, oíd el hecho tal como es: Swedenborg no
ha escrito una sola verdad nueva.

Autores Memorables - Dante Gabriel Rossetti, en Megafón Nro.2





Selección de The Blessed Damozel


The Blessed Damozel leaned out
From the gold bar of Heaven;
Her Eyes were deeper than the depth
Of waters stilled at even;
She Had Three lillies in her hand
And the stars in her hair were seven.[1]

Her robe, ungirt from clasp to hem,
No wrought flowers did adorn,
But a white rose of Mary´s gift,
For service meetly worn
Her hair, that lay along her back
Was yellow like ripe corn.[2]

Herseemed she scarce had been a day
One of God´s choristers;
The Wonder was not yet quite gone,
From that still look of hers;
Albeit, to them she left, her day
Had counted as ten years.[3]

(To one, it is ten years of years.
…Yet now, and in this place,
Surely she leaned o´er me, - her hair
Fell all about my face…
Nothing: the autumn-fall of leaves.
The whole years sets apace.) [4]

It was the rampart of God´s house
That she was standing on;
By God built over the sheer depth
The witch is Space begun;
So high, that looking downward thence
She scarce could see the sun.[5]

She gazed, and listened, and then said,
Less sad of speech than mild,
“All this is when he comes.” She ceased.
The light thrilled towards her, fill´d
With angels in strong level flight.
Her eyes prayed, and she smil´d.[6]

(I saw her smile.) But soon their path
Was vague in distant spheres:
And then she cast her arms along
The golden barriers,
And laid her face between her hands,
And wept. (I heard her tears).[7]



[1] “La Doncella Bienaventurada se inclinó / sobre la baranda de oro del Cielo; / Sus ojos eran más profundo que la hondura / De aguas aquietadas al atardecer; / Tenía tres lirios en la mano, / Y las estrellas de su pelo eran siete.”
2 “A su vestido, suelto desde el broche del dobladillo, / No lo adornaba ninguna flor, / Excepto una rosa blanca, regalo de María, / Llevada convenientemente para el oficio / Su cabello, que caía a lo largo de su espalda / Era amarillo como el trigo maduro”.
3 “A ella le parecía haber pasado apenas un día / De que era una de las coristas de Dios; / Todavía no se había ido del todo el asombro / De su tranquila mirada, / Para aquellos a quienes ella había dejado, su día / Había sido contado como diez años”.
4 “(Para uno son diez años de años. / ... Y sin embargo, en este mismo lugar, / Ella se inclinó una vez sobre mí, - sus cabellos / Caían sobro mi rostro... / Nada: la caída otoñal de las hojas. / El año entero pasa veloz.)
5 “Sobre la muralla de la casa de Dios / Ella estaba de pie; / Edificada por Dios sobre la profundidad vertical / Donde empieza el Espacio; / Tan alta, que mirando desde allí hacia abajo / Ella apenas podía ver el sol.”
6 “Ella miró, y escuchó, y dijo, / Su voz más apacible que triste, / “Todo esto sucederá cuando él venga”. Ella calló. / Y la luz iluminó, lleno / Estaba en el aire de ángeles en fuerte y parejo vuelo. / Sus ojos rezaron, y ella sonrió”.
7 “(Yo vi su sonrisa.) Pero pronto su camino / Fue vago en distantes esferas: / Y luego ella apoyó sus brazos / Sobre aquella baranda de oro, / Y dejó caer su rostro entre las manos, / Y lloró. (Yo oí sus lágrimas)."
[1] “La Doncella Bienaventurada se inclinó / sobre la baranda de oro del Cielo; / Sus ojos eran más profundos que la hondura / De aguas aquietadas al atardecer; / Tenía tres lirios en la mano, / Y las estrellas de su pelo eran siete.”
[2] “A su vestido, suelto desde el broche del dobladillo, / No lo adornaba ninguna flor, / Excepto una rosa blanca, regalo de María, / Llevada convenientemente para el oficio / Su cabello, que caía a lo largo de su espalda / Era amarillo como el trigo maduro”.
[3] “A ella le parecía haber pasado apenas un día / De que era una de las coristas de Dios; / Todavía no se había ido del todo el asombro / De su tranquila mirada, / Para aquellos a quienes ella había dejado, su día / Había sido contado como diez años”.
[4] “(Para uno son diez años de años. / ... Y sin embargo, en este mismo lugar, / Ella se inclinó una vez sobre mí, - sus cabellos / Caían sobro mi rostro... / Nada: la caída otoñal de las hojas. / El año entero pasa veloz.)
[5] “Sobre la muralla de la casa de Dios / Ella estaba de pie; / Edificada por Dios sobre la profundidad vertical / Donde empieza el Espacio; / Tan alta, que mirando desde allí hacia abajo / Ella apenas podía ver el sol.”
[6] “Ella miró, y escuchó, y dijo, / Su voz más apacible que triste, / “Todo esto sucederá cuando él venga”. Ella calló. / Y la luz iluminó, lleno / Estaba en el aire de ángeles en fuerte y parejo vuelo. / Sus ojos rezaron, y ella sonrió”.
[7] “(Yo ví su sonrisa.) Pero pronto su camino / Fue vago en distantes esferas: / Y luego ella apoyó sus brazos / Sobre aquella baranda de oro, / Y dejó caer su rostro entre las manos, / Y lloró. (Yo oí sus lágrimas)."

domingo, 17 de agosto de 2008

Escribir Sin Miedos - J.D. Salinger, por Juan Arabia. (En Megafón Nro.2)



“¿No quieres unirte a nosotros? – me preguntó recientemente
un conocido al encontrarse solo después de medianoche
en un café que estaba ya casi desierto. - No, no quiero – dije yo”
Franz Kafka


“El niño es el padre del hombre;
y cuanto deseo es que mis días se enlacen
uno a otro con natural afecto.”
William Wordsworth




Escribir sin miedos, y escribir para dejar algo hermoso: eso es Salinger. Y no desde la sencillez, que, como decía Borges, no es nada; sino desde la modestia y la secreta complejidad.
Narrar algunos hechos de su vida no resultará favorable: su hija ya, hace algún tiempo, cometió el error de recordar ciertos sórdidos detalles. Salinger no quiere eso. No quiere que le recordemos. Se ha encerrado desde 1960 en una bonita casa de campo y no ha publicado nada desde ese entonces. No quiere fotos, y mucho menos hablar con nadie.
Walt Whitman, ciertamente, habría enseñado que nadie más que uno mismo podría escribir algo sobre su vida. Chesterton, advirtiendo lo mismo, pero partiendo quizás desde un lugar diferente, proponía que encontrar el tesoro de la isla de Stevenson, era adueñarse, simplemente, del corazón mismo de Robert Louis.
Ahora, con Salinger, nos debe suceder algo parecido: porque sabemos, en primer lugar, que ninguna novela que valga la pena puede omitir aquél detalle autobiográfico; y también, porque Jerome David Salinger, no puede ser más que Holden, que Buddy, o Franny y Zooey y, aunque nos cueste reconocerlo, aquél personaje tan místico como Cristo: Seymour Glass.
No importarán las fechas ni el orden cronológico de sus trabajos: atendamos a los fantásticos y puros sentimientos que nos despierta su obra, que, como la de cualquier verdadero escritor, es única e inolvidable.
Una verdadera sensación de “todo es una mierda” se evidenciará en cada una de sus páginas. Todos son unos idiotas, y verdaderamente, e incluso lo más es insoportable, es ser también de alguna manera como ellos. Alguien es todo el mundo, y todo el mundo, además de ser insignificante, es simplemente deprimente. Franny anuncia esto y mucho más, descontando lo ya conocido de una personalidad como la de Holden, ó, como la de aquél gracioso personaje[1] que resolverá este axioma de una manera más que elegante: “Miró hacia la calle, mientras se rascaba la columna vertebral con el pulgar. – Míralos – dijo-. Imbéciles de porquería. - ¿Quiénes? – dijo Ginnie. – Que sé yo. Cualquiera”.
Sin embargo, la simpleza de hasta una lectura superficial, podrá traspasar aquél vínculo que, de la forma más abrupta, esconderá los más profundos y hermosos de los sentimientos. Aquél disfraz, verdaderamente sincero de Salinger, es solamente el comienzo de algo que nos conducirá hacia el único lugar que existe en su obra: el amor. El amor es sufrimiento; el amor es crecimiento; el amor es, entre muchas otras cosas, la anticipación de lo perverso.
Hay perversión en las colonias vacacionales, en los colegios, en las universidades: en fin, en todo lo que, de alguna manera, exista un adulto, un control: un precipicio.
Ya en Hapworth 16, 1924 , que no es más que una carta escrita por Seymour a los 7 años, se evidenciará esta trampa a la que todos, demás no está decirlo, fuimos sometidos, por mucho, mucho tiempo[2]. Pero la carta, sobre todas las cosas, no será más que una reivindicación de los valores familiares. La familia, y sobre todo, la hermandad en la obra de este escritor, tiene un carácter verdaderamente casi único e indescriptible. La relación de admiración y respeto, además de bondad e ingenuidad que se presentan en ese libro entre Seymour y Buddy, no hace más que esclarecerse aún más por el amor que presentará Holden en The Catcher in the Rye por su hermana menor, Pheobe, misma que también en algún momento le preguntará:
“- ¿Ves como no hay una sola cosa que te guste?
- Sí. Claro que sí.
- ¿Cuál?
- Me gusta Allie[3], y me gusta hacer lo que estoy haciendo. Hablar aquí contigo, y pensar en cosas”.
Pero mientras Phoebe le advertía que su padres iban a matarlo, ya que a Holden lo habían echado del colegio y todavía aún no lo sabían, él le confesó lo que verdaderamente le gustaría hacer: “Muchas veces me imagino que hay un montón de niños jugando en un campo de centeno. Miles de niños. Y están solos, quiero decir, no hay nadie mayor vigilándolos. Solo yo. Estoy al borde de un precipicio y mi trabajo consiste en evitar que los niños caigan a él. En cuanto empiezan a correr sin mirar adónde van, yo salgo y los cojo. Eso es lo que me gustaría hacer todo el tiempo. Vigilarlos. Yo sería el guardián entre el centeno. Te parecerá una locura, pero es lo único que de verdad me gustaría hacer”.[4]
Pero semejante e inolvidable idea, alguna vez también formulada de otra forma por Chesterton en Ortodoxia[5], ya cobraba vida en Seymour, a los 7 años, que tras la burla de un adulto a su hermano menor Buddy, agradecía a Dios no haber tenido un arma encima. Amenazó luego con matarlo, o incluso quitar su propia vida, si nuevamente se dirigía de esa manera a un muchacho o a cualquier otro niño de cinco años en su presencia.
Hay visiones en Seymour que destrozan su corazón: y es que la mayoría de los niños en algún momento madurarán y envejecerán. Aquél mundo de corrupción e insinceridad parece inevitable, y los niños, aún entre los más magníficos, caerán tarde o temprano en este precipicio.
El concepto de tristeza de este muchacho, el mayor de lo que más tarde serán siete hermanos (Buddy, Walt y Walter ( los gemelos), Boo Boo, Franny y Zooey) resultará verdaderamente admirable: argumentaba que, la mitad del dolor de cada uno de nosotros, pertenecía más bien a otras personas que lo habrían esquivado ó que no sabían como sujetarlo.
Buddy, que, de alguna manera se nos presentará como el mismo Salinger en Seymour: an introduction, intentará dilucidar si Holden es Seymour. Y aunque proclame que son personajes distintos, Holden será para él una invención de Buddy. Mientras tanto, y en la misma ficción, ciertos haikú de Seymour serán confundidos con escritos de él (Buddy) por sus familiares. En definitiva, y, la redundancia es innecesaria, Salinger es cada uno de ellos, y nos contará que Seymour en sus peores noches y tardes profería no sólo gritos de dolor sino de socorro, y que cuando llegaba cierta ayuda, se negaba a decir en lenguaje inteligible dónde le dolía.
Un final triste nos esperará en su obra: en “Un día perfecto para el pez banana”, Seymour terminará con su vida.
Aquél joven -que se detenía a mirar venturosamente los árboles mientras conducía, y que también tenía la perturbadora costumbre de investigar los ceniceros llenos con el dedo índice, apartando las colillas hacia los lados como si esperara ver a Cristo o algo parecido- evidentemente no pudo desprenderse de aquellos ingenuos y a la vez tristes pensamientos. Aún en Hapworth 16, 1924, ya proclamaba ante su familia este final, desesperanzado: “Él (refiriéndose a Buddy) será quien guíe hábil y sutilmente a cada hijo de esta familia mucho tiempo después de que yo me vuelva inútil o haya desaparecido”.
Aquella tarde, en la que murió, jugaría con una niña y buscaría peces bananas en la playa. Aquella tarde, en la que desapareció, escribiría, en forma de haikú clásico: “La niñita del avión / que volvió la cabeza de su muñeca / para que me mirase”[6].
En Salinger el enemigo existe: pero también existe la Señora Gorda. Aunque conforme una visión inexacta de lo que deseemos, tendremos que ser capaces de ver las cosas como ella las contempla. Amar las cosas por lo que son, y no por lo que hubiésemos querido que hayan sido. Enfrentarnos a los hechos. Porque, y como advierte de Caussade “Dios instruye al corazón no mediante ideas, sino mediante penas y contradicciones”.
Franny -la hermana menor de Seymour- enloquece, y busca la salvación en una oración, sin reconocer, quizá, que no es a San Francisco a quien busca. Aquél, a quien necesita, ha dicho algo, que la perturbó y la perturbará, insistentemente. Ha dicho que un hombre vale más que un pájaro; y tal sentencia parece inaceptable.
Mientras tanto Holden, encerrado en un psiquiátrico, no entiende como alguien le pregunta que hará, más adelante, cuando retome sus estudios. Es una pregunta estúpida; no sabe que decir...
Escribir algo recordando a alguien, también, es algo muy estúpido. Salinger, como hemos dicho, no nos quiere recordar. Rompería estos papeles, ésta revista, y se encerraría en un tranquilo rincón, y escribiría historias que no desearía publicar. Tengo algo para él: no pude ni podré ser el que escriba esto, ya que soy solo en todo caso el que lo leerá primero y nada más. Algo más digno de Buddy, allí sentado; mientras termina con su tercer copa de vino y se pregunta: ¿Cómo haremos para acercarnos a Seymour, si se ha quitado su propia vida? Olvidemos ésta anomalía. Olvidaremos el enojo de Franny. Olvidaremos todo lo que odiamos. Te olvidaré a ti, quien seas...
Hay algo mucho más importante: aquello que existe, felizmente, pero que por falta de imaginación nunca lo encontramos. Muchos hombres lo advirtieron, pero prefiero recordar sólo a William Blake. Ver las cosas como son, o mejor dicho, ver las cosas de perfil.
“Tenle a Él presente mientras rezas, sólo a Él, y a Él tal y como era y no como a ti te gustaría que hubiera sido”[7].
Ahora Holden recuerda, y nos recomienda no contar nada: conjetura que al contar cualquier cosa, empezamos a echar de menos a todo el mundo.
Y es que hay que hacer simplemente las cosas por la Señora Gorda; aún aquellas, las que nos parezcan del todo inútiles. Porque ésta mujer, y en su más acertada descripción, nos es más que Chesterton los días jueves; aquél que acaricia a un animal dormido; quien escribe un cuento para Esmé (aunque sea con amor y sordidez), y quien escribe una elegía, con mucha alegría. Porque, en verdad, no hay nadie, en ninguna parte, que no sea la Señora Gorda de Seymour.
Y ¿a qué no sabes, escúchame bien, a que no sabes quién es en realidad la Señora Gorda?








[1] Salinger, Jerome David, “Hacia una guerra con los esquimales”, en Nueve Cuentos, Editorial Sudamericana, Buenos Aires, 1972, p. 67
[2] “Me gustaría que pudieran verlo atravesar la espesura del bosque, cuando los encargados de cuidarnos no están metiéndose en nuestros asuntos, moviéndose con conmovedor sigilo como un magnífico, enérgico mensajero indio.”
[3] Allie, su hermano menor, que era cincuenta veces más inteligente que él – como Holden nos decía – había muerto de leucemia a los trece años.
[4] Salinger, Jerome David; El Guardián entre el Centeno, Editorial Edhasa, Buenos Aires, 2004, p. 225
[5] “Imaginémonos que un corro de niños juega sobre la florida cumbre de una isla eminente: mientras haya un muro que cerque la cumbre, pueden entregarse a sus locos juegos y poblar el sitio de rumores. Supongamos ahora que el muro se derrumba, dejando a la vista los precipicios: los niños no caen necesariamente; pero cuando, poco después, venimos a buscarlos, los hallamos amontonados en el vértice de la isla cónica, mudos de horror: ya no se les oye cantar”.
[6] Salinger, Jerome David; Franny and Zooey, Editorial Alianza, Madrid, 2001, p.54
[7] op. cit. p. 132

viernes, 8 de agosto de 2008

Primer Concurso de Cuento y Poesía Revista Megafón




Revista Literaria Megafón convoca a escritores a participar en el 1er Concurso de Cuento y Poesía Revista Megafón correspondiente al año 2008. La participación en este Concurso está sujeta a las siguientes bases y condiciones establecidas.1 - Podrán participar en este Concurso escritores vivos de cualquier nacionalidad, mayores de 18 años, residentes en la Republica Argentina a la fecha de inscribir su trabajo, que presenten obras originales e inéditas, en idioma español y de su autoría.
2 - La inscripción al concurso es gratuita y se realiza únicamente a través del envío de los trabajos por vía de carta postal. Los interesados deberán completar, de manera obligatoria, el cupón de inscripción que aparecerá solo en Megafón Nro.3, con sus datos personales sin omitir nombre y apellido, número y tipo de documento del autor como así también su domicilio y teléfono. NO SE ACEPTARÁN TRABAJOS QUE NO CUMPLAN CON ESTOS REQUISITOS.
3 – El jurado de selección está compuesto por escritores y miembros de la Revista.
4- El jurado emitirá su voto sobre los diez cuentos finalistas, y su fallo es inapelable.
5- Cada premio no podrá ser distribuido entre dos o más concursantes.
6– Tanto en cuento como poesía, la obra elegida recibirá como premio la publicación de dicho trabajo en un lugar privilegiado de la revista, la permanencia por 6 meses en el equipo de redacción (lo que conlleva a la posibilidad de una permanencia definitiva), y un libro a elegir de las Obras Completas de Borges, Leopoldo Marechal, y otros autores. Asimismo se publicarán los trabajos de quienes obtengan el segundo y tercer puesto.
7 - El otorgamiento del premio establecido en este Concurso implica, sin necesidad de declaración alguna por parte del autor, el reconocimiento del derecho exclusivo a favor de Revista Megafón, para reproducir, traducir y /o difundir la obra galardonada.
8- Los trabajos serán recibidos desde el 20 de junio, hasta el 15 de septiembre inclusive.
9- La dirección postal se encontrará en Megafón Nro.3, tanto como el cupón y los pasos a seguir de la inscripción.