lunes, 25 de agosto de 2008

Las Conversaciones en la Lectura, Por Maximiliano Da Ponte Cavaco, en Megafón Nro.3




“Yo diría que lo más importante de un autor es su entonación, lo más importante de un libro es la voz del autor, esa voz que llega a nosotros” Jorge Luis Borges, en Borges Oral.

En un pasaje de sus Confesiones, San Agustín menciona el asombro que le causó haber visto por primera vez a un hombre leyendo en silencio. “Cuando leía sus ojos recorrían las páginas y su corazón entendía su mensaje, pero su voz y su lengua quedaban quietas.” Este fragmento es el primer registro claro de un caso de lectura de este tipo en Occidente. Aquél hombre, San Ambrosio, mantenía una actitud enteramente ajena a la época, puesto que se creía que las palabras estaban destinadas a ser pronunciadas, llevando los signos implícitos sus propios sonidos. De esa manera las palabras escritas, las scripta, consideradas como muertas en sí, tomaban vida y se convertían en verba.
Agustín, como los eruditos de entonces, consideraba que esos sonidos propiciaban una conversación con los ausentes; la lectura correspondía al despertar de una voz del pasado que se actualizaba en el momento en que alguien pronunciaba lo escrito.
En el siglo VIII, San Isidoro de Sevilla, que compartía la idea de Agustín de que la lectura hacía posible la conversación a través del tiempo, distinguía que ese poder de transmisión, las letras seguían ejerciéndolo aún en la lectura silenciosa.
Francesco Petrarca no pudo evitar, después de haber leído las Confesiones de San Agustín y sentir que su voz le hablaba íntimamente, componer tres diálogos imaginarios con él, que formarían parte de su obra póstuma Secretum Meum.
La aparición de antecedentes como estos simplifica la tarea de comentar -y profesar- la tesis platónica (que no debería ruborizarse ante el peligro de sonar extravagante) de que la lectura es hoy, por lo menos para algunas personas, un diálogo íntimo con un autor.
Aquel diálogo que imaginó Petrarca, podría tomarse como una hermosa matriz del pasado que ideó infinitas conversaciones entre lectores y autores. Esa forma de diálogo se presenta en los lectores, de manera imaginaria, en los momentos en que se siente cercanía con cierta obra, cierto personaje o autor.
Lejos debería quedar entonces la trivialidad de pensar al hábito de la lectura como una elemental actividad de interpretación de signos en soledad. Tal enigmatica empresa se hace con la compañía del autor. Esto nace en gran parte de la complementariedad necesaria en toda obra literaria: el lector recibiendo la obra y recreándola, construyendo sus propias imágenes; hecho que alimenta a la imaginación como ningún otro en la basta esfera del arte. Se puede pensar que los autores siguen hablando con los lectores, y lo hacen ahora de manera más íntima, más cercana. Las infinitas posibilidades lúdicas de la lectura deberían permitirle poder adaptarse a cualquier metáfora que pretenda describirla.
El hecho artístico debe reconocerse como una relación entre dos personas, dos mentes, parecidas. Parecidas, al menos, en el hecho de cierto amor, cierta pasión que los une. Por eso el sentimiento de alegría al sentir que ese autor es reconocido a la vez por otras personas. Por eso el pesar cuando alguien con malas intenciones ubica a un autor amigo en un lugar donde él no querría estar, hecho que se sabe con certeza simplemente por conocer verdaderamente a ese autor. Al disfrutar de una obra, se recibe el afecto del autor, que proviene del mismo pedido de cariño que toda obra reclama.
El encuentro imaginario entre estos dos seres complementarios reconoce pocas limitaciones: Casi todo espacio es favorable (una cama, un tren, un banco de la facultad, un asiento del trabajo); casi todo momento también (bastará, en todo caso, con desviar un poco la atención del tedio que producen ciertas circunstancias incómodas, ciertos diálogos insignificantes, para hablar sin más con quienes se quiere). Cualquier edad posterior al aprendizaje de la lectura es propicia, por lo menos puede asegurarse la enternecedora imagen que resulta de suponerse siendo viejo y reconociendo una figura imaginaria con la que se ha conversado por años.
Recuerdo de manera vaga a un autor que, para poder explicar que todo lector apasionado no debería separarse nunca de sus volúmenes, usaba como referencia a un ministro persa que cuando emprendía un viaje, ordenaba adiestrar sus camellos para poder llevar su biblioteca en orden alfabético. Esta sofisticación, anacrónica, sirve para metaforizar de manera eficaz la relación del lector apasionado con sus libros. El lector lleva su biblioteca imaginaria en la memoria y acude a darle vida a ciertos versos, siempre que una situación lo merezca. Sólo por esta razón puede llegar a justificarse la crueldad propia de quienes obligan a memorizar textos; pobres incautos que no entenderán nunca la sentencia montaigneana de que “lectura obligatoria” es un concepto paradójico. De esta manera, la persistente (pero siempre liviana) carga imaginaria se puede hacer presente cuando sea necesario.
“A coward dies a thousand deaths, a brave man dies but once”. He anticipado la muerte de este escrito innumerable cantidad de veces… ahora entiendo que él pretende, sin embargo, conquistar la segunda parte de aquel verso.
Pocas cosas deberían considerarse más importantes en el mundo de la literatura que el poder sentir a un autor lejano, en el tiempo y en el espacio, como cercano. Personalmente, me siento feliz al sentir que leyendo puedo habitar lugares y épocas remotas. ¿Se les ocurrirá a las personas del futuro en que el libro funcionó, alguna vez, como una máquina del tiempo no del todo lograda?
Razones conocidas por todos, otras íntimas, personales, me permiten acceder a la fuerte sospecha de que puede surgir en el pensamiento de muchas personas la palabra “amigo” a la hora de evocar a un autor. Borges se divertía mucho a la hora de clasificar a cierto escritor como más amigo que otro. Cualquier persona, tomando esta actitud, se puede encontrar con que tal amigo invita a otro a ser conocido. Hasta puede generarse el hermoso juego de pensar a otros como enemigos, actitud que, por supuesto, no debe asustar a nadie.
El destino de estas líneas podría ser pretender consolar al amigo Holden Caulfield, quien se lamentaba al no poder hablar personalmente con los autores que más quería; podría ser (considero esta opción como más legítima) el intentar conversar con alguien en frente de esta hoja, que sienta algo parecido.

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